La inteligencia artificial (IA) ha transformado rápidamente cómo interactuamos con la tecnología, pero, a menudo, a costa de nuestra autonomía y privacidad. A medida que las corporaciones impulsan el uso de la IA de maneras que escapan a nuestro control, es crucial que comencemos a exigir más participación y transparencia en su desarrollo y aplicación. La pregunta no es si la IA continuará integrándose en nuestras vidas, sino cómo podemos asegurarnos de que lo haga en términos que respeten nuestros derechos y nuestra dignidad.
La creciente desconfianza hacia la IA no es un problema de la tecnología en sí, sino de cómo se está utilizando. La situación actual refleja un desequilibrio de poder entre las empresas tecnológicas y los ciudadanos normales. Las grandes firmas han utilizado nuestros datos, a menudo sin nuestro conocimiento o consentimiento, para desarrollar sistemas que ahora moldean grandes aspectos de nuestra vida cotidiana. Esto ha llevado a un creciente descontento y miedo a lo desconocido, como lo reflejan diversas encuestas a nivel mundial. Sentimos que se nos ha despojado de nuestro derecho a decidir cómo se utiliza nuestra información. No sorprende, por tanto, que muchos estén más preocupados que entusiasmados con los avances en IA.
Para abordar estas preocupaciones, se necesita una reevaluación de cómo se aplica la tecnología y cómo se pueden incluir mecanismos de control más robustos. Un enfoque prometedor es el uso extendido de prácticas como el “red teaming”, originado en los sectores militar y de ciberseguridad. Este método, que implica someter sistemas a evaluaciones por expertos externos que buscan identificar fallas, ofrece una vía para mejorar la seguridad y la ética en el desarrollo de IA. Sin embargo, hasta el momento, su uso es limitado para el público general. Expandir esta práctica podría permitir que entidades independientes examinen los algoritmos con un enfoque en la equidad y la reducción de sesgos, asegurando que los modelos de IA no perpetúen ni amplifiquen las discriminaciones existentes.
Además, se debe avanzar hacia el concepto de “derecho a reparar” la IA. Esta idea, en su esencia, propone que los usuarios finales deberían tener la capacidad de diagnosticar, reportar y resolver las deficiencias de los sistemas de IA que utilizan. Esto no solo implica correcciones técnicas, sino también la posibilidad de personalizar los sistemas de acuerdo con normas éticas y preferencias personales. Al igual que otras tecnologías de consumo, como los automóviles o los electrodomésticos, la IA debería ser abierta a ajustes y reparaciones por parte de sus usuarios, directamente o a través de terceros acreditados.
Este derecho a reparar fortalecería una relación de confianza entre el público y las compañías tecnológicas, promoviendo un sentido de seguridad en la utilización de las innovaciones de IA. Si bien este concepto es abstracto hoy en día, los movimientos hacia una mayor transparencia y control del usuario están sentando las bases para que en un futuro se convierta en norma. Esto requerirá no solo un cambio en la forma en que concebimos los derechos digitales, sino también en cómo desarrollamos y comercializamos la tecnología.
En última instancia, lograr este equilibrio entre innovación y regulación no será sencillo. La tendencia actual empuja hacia una normalización de entornos donde la IA se lanza sin suficientes pruebas o con protocolos de respuesta insuficientes para problemas éticos y de seguridad. La ciudadanía, por lo tanto, corre el riesgo de convertirse en simple cobaya de experimentos tecnológicos sin las salvaguardias adecuadas.
Reclamar un “derecho a reparar” y un proceso de desarrollo de IA más inclusivo y transparente es más que una cuestión de derechos de los consumidores; es un imperativo ético. La tecnología debería servir al bien común, no solo al interés corporativo. 2025 podría ser el año en que comencemos a exigir activamente nuestros derechos en este ámbito. Podría marcar el cambio hacia un paradigma donde todos tengamos voz y voto sobre el impacto de la IA en nuestras vidas, restableciendo así el equilibrio en la dinámica de poder entre las personas y las máquinas. Este cambio es necesario si queremos eludir una distopía tecnológica donde el valor humano se mide únicamente en datos y algoritmos.
Mientras continuamos este diálogo global, es vital que escuchemos a aquellos que tradicionalmente han sido marginados por la tecnología. Debemos garantizar que la transformación digital sea inclusiva y que el verdadero poder de la IA se utilice para elevar a toda la humanidad, no solo para unos pocos. En un mundo que se enfrenta a desafíos cada vez más complejos, como la IA, debemos ser firmes en nuestra demanda de un desarrollo ético y equitativo. Esta es la única forma de asegurar que la IA se convierta en una herramienta para el progreso humano inclusivo y sostenible.